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Ciencia y moral

28/mayo/2025.- A cien años del juicio de Scope: la ciencia avanza, la moral se detiene. Artículo de Pedro Pozas Terrados, Director Ejecutivo del PGS. Sus declaraciones salieron en informativos de la sexta el 25 de mayo de 2025.

A cien años del juicio de Scope: la ciencia avanza, la moral se detiene

 

En 1925, un joven profesor llamado John T. Scopes fue llevado a juicio en Dayton, Tennessee, acusado de enseñar la teoría de la evolución en una escuela pública, violando la llamada Ley Butler, que prohibía la enseñanza de cualquier doctrina que negara la creación divina del ser humano. El juicio, que se conoció como el “juicio del mono”, trascendió las fronteras de Estados Unidos y se convirtió en un símbolo del choque entre la ciencia y el dogma, entre el pensamiento libre y la imposición religiosa.

Hoy, cien años después, el mundo ha cambiado, pero la sombra de aquel juicio aún se proyecta sobre nuestra civilización. Porque si bien la ciencia ha seguido su curso, desvelando con rigor y evidencias el origen común de los seres vivos, la ética y la legislación siguen ancladas en el pasado, incapaces de traducir esos conocimientos en justicia real.

El legado de Darwin y la confirmación científica

Charles Darwin fue objeto de burla, de crítica e incluso de odio en su tiempo. Su propuesta de la evolución  golpeó directamente las creencias establecidas sobre el lugar del ser humano en el mundo. Pero con el paso de las décadas, y gracias al trabajo de cientos de científicos honestos y valientes, la biología evolucionista se convirtió en un pilar indiscutido del conocimiento humano.

Uno de los frutos más contundentes de esta evolución científica ha sido el reconocimiento de que los grandes simios —chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes— no solo son nuestros parientes más cercanos, sino que compartimos con ellos un ancestro común. Y más aún: desde 1997, la comunidad científica ha incorporado a estos grandes simios a la familia de los homínidos, la misma a la que pertenecemos los seres humanos. Esto no es una metáfora ni una interpretación filosófica. Es un hecho biológico, una evidencia genética y conductual que nos obliga, moralmente, a revisar nuestra relación con ellos.

Y sin embargo, esta evidencia no ha servido para cambiar de forma significativa su realidad. A día de hoy, los grandes simios siguen siendo esclavizados, comerciados, exhibidos como atracciones en zoológicos, usados en la publicidad, en el cine y en espectáculos, vendidos ilegalmente y exterminados en su hábitat natural por el avance humano y el tráfico de especies. Las poblaciones salvajes están desapareciendo, sus familias son destruidas, y los pocos que sobreviven lo hacen en condiciones infames.

Esta brutal contradicción entre lo que sabemos y lo que hacemos, entre lo que la ciencia demuestra y lo que la sociedad permite, es una herida moral en pleno siglo XXI.

España y la polémica: una oportunidad perdida.

En 2006 y nuevamente en 2008, se presentó en el Congreso de los Diputados en España una Proposición No de Ley sobre el Proyecto Gran Simio, en la que se solicitaba el reconocimiento básico de derechos fundamentales para estos seres: el derecho a la vida, a la libertad y a no ser torturados física ni psicológicamente. No se pedía más que eso: un reconocimiento acorde con su condición evolutiva, cognitiva y emocional.

Pero lo que siguió fue una oleada de desprecio, desinformación y ataque mediático sin precedentes. Políticos de diferentes partidos, sectores de la Iglesia, asociaciones conservadoras e incluso sindicatos de las fuerzas de seguridad ridiculizaron la propuesta. Se llegaron a publicar titulares grotescos en prensa nacional que afirmaban que “se quería dar a los simios el derecho a la vivienda”, “al trabajo” o “a votar”. Se dijo que había que dar antes derechos a las personas, a los guardias civiles, al colectivo LGTBI, a los inmigrantes... como si reconocer los derechos de otros seres sensibles implicara negar los derechos humanos. Una falacia perversa que buscó deslegitimar el fondo ético de la propuesta.

A pesar de todo, la Proposición fue aprobada en 2008 y el gobierno quedó obligado por ley a legislar sobre los grandes simios. Pero han pasado más de dieciséis años y seguimos esperando. Incluso con una nueva ley que obliga a desarrollar esa legislación específica, el gobierno la incumple desde hace más de año y medio, presumiblemente por miedo al coste político o a la reacción de los sectores más reaccionarios. Es una cobardía institucional que retrasa el progreso moral de nuestro tiempo.

¿Cuánto más tiempo hay que esperar?

Nos encontramos, de nuevo, en un punto crítico. La ciencia ya no tiene dudas. La neurociencia, la genética, la etología, la primatología, han demostrado que los grandes simios tienen conciencia de sí mismos, son capaces de sentir dolor, alegría, tristeza, amor, empatía; resuelven problemas, utilizan herramientas, se comunican con signos, tienen cultura y rituales de duelo.

¿Cómo puede una sociedad que se dice avanzada mirar hacia otro lado ante estas pruebas? ¿Cómo podemos seguir sosteniendo una estructura legal que considera a nuestros hermanos evolutivos como “cosas” en lugar de “alguien”? ¿Dónde queda nuestra humanidad cuando negamos la dignidad de otros seres simplemente por no pertenecer a nuestra especie?

Una frase para el siglo XXI

“La evolución nos hizo familia, pero la indiferencia nos hizo carceleros.”

Cien años después del juicio de Scope, seguimos juzgando a quienes quieren abrir los ojos del mundo. Seguimos condenando la razón cuando molesta a las costumbres. Seguimos ridiculizando a quienes defienden que no estamos solos en el derecho a ser libres y ser considerados personas no humanas.

Con coherencia

Ha llegado el momento de actuar con coherencia. La ciencia ya hizo su parte. Ahora nos toca a nosotros, como sociedad y como especie, dar el paso moral que nos corresponde. El reconocimiento de los grandes simios como personas no humanas no es un acto de generosidad, es un acto de justicia.

Porque si no somos capaces de proteger a quienes comparten con nosotros no solo el planeta, sino nuestra propia historia evolutiva, ¿Qué esperanza queda para la ética humana?

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