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La herida del olvido

18/octubre/2025.- Artículo escrito por Pedro Pozas Terrados, Director Ejecutivo del PGS y publicado en diferentes medios de prensa entre ellos en la Agencia Internacional de Prensa Pressenza.

 

Resulta incomprensible, y al mismo tiempo revelador, que en pleno siglo XXI, cuando la ciencia ha demostrado sin lugar a dudas la cercanía genética, cognitiva y emocional que tenemos con los grandes simios, sigamos relegándolos al silencio del olvido, al rechazo invisible y a la explotación disfrazada de entretenimiento, investigación o simple indiferencia.

¿Por qué sucede esto? ¿Por qué tantos colectivos que deberían estar en primera línea de su defensa —animalistas, conservacionistas, científicos, primatólogos, medios de comunicación e incluso los Estados— miran hacia otro lado? ¿Por qué la sociedad se conmueve con razón por la crueldad hacia perros o gatos, pero calla ante la tragedia de chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos encerrados de por vida en jaulas, utilizados como objetos, convertidos en mercancías o simples cifras en la contabilidad de un zoo?

La paradoja del olvido

No hablamos de seres lejanos ni de especies incomprensibles: hablamos de miembros de nuestra propia familia evolutiva. Ellos sienten, ríen, lloran, forman vínculos, se reconocen en el espejo, transmiten cultura, se comunican con gestos y símbolos, y poseen una memoria que guarda el eco de su libertad perdida. Y, sin embargo, se les ignora deliberadamente.

Este silencio no es casual. Tiene raíces profundas:

El miedo al espejo: Mirar a los ojos de un gran simio es mirarnos a nosotros mismos, desnudos de artificios. Reconocerlos como personas no humanas implicaría aceptar una deuda moral inmensa y, al mismo tiempo, cuestionar la superioridad que nos hemos otorgado como especie. Preferimos negarlos antes que reconocer esa verdad.

Los intereses económicos: Zoológicos, circos (aunque en muchos países ya prohibidos), laboratorios de experimentación, turismo, tráfico ilegal… la industria que los explota mueve millones. Y donde hay dinero, la ética suele ser la primera víctima.

La inercia cultural: Generaciones han crecido visitando zoológicos sin cuestionar lo que ven. Se asume como algo “normal” observar a un gorila tras los barrotes, sin pensar en la tristeza de sus ojos o en el vacío de su vida.

El miedo político y social: Reconocer derechos a los grandes simios implica abrir la puerta a replantear la relación con todos los animales. Y el Estado, presionado por lobbies económicos, evita tocar ese punto sensible.

El espejismo del animalismo selectivo: La sociedad ha aprendido a proteger a perros y gatos —y está bien que así sea—, pero esa empatía no se extiende a los homínidos. Se les percibe como demasiado humanos para ser animales, pero demasiado animales para ser humanos. Quedan en un limbo ético que facilita su exclusión.

Una traición evolutiva

El trato que damos a los grandes simios es, en esencia, una traición. Porque sabemos quiénes son, conocemos su inteligencia, comprendemos su sufrimiento y, aun así, preferimos explotarlos o callar. Es como si, en lo más profundo, rechazáramos a quienes nos recuerdan que no somos tan especiales, que no somos tan diferentes.

Quizá exista un rechazo inconsciente de un homínido hacia otro homínido: un mecanismo psicológico para mantener la distancia y proteger la ilusión de nuestra supremacía. Porque si los reconociéramos como hermanos, deberíamos revisar toda nuestra forma de vida y eso, para muchos, es inasumible.

La responsabilidad de los que callan

Aquí no se salvan ni los científicos ni los primatólogos. Quienes más saben de ellos, quienes han estudiado su vida y sus emociones, quienes han convivido con ellos y atestiguado su inteligencia, deberían ser sus principales defensores. Y sin embargo, demasiados se esconden tras la neutralidad académica, el silencio institucional o, peor aún, la complicidad con zoológicos y centros de experimentación.

Los medios de comunicación, que llenan portadas con mascotas maltratadas o con el rescate de ballenas varadas, raramente dedican espacio al destino de un chimpancé solitario en un zoológico o al exterminio de poblaciones enteras en selvas arrasadas por la minería o la agricultura intensiva.

Y el público general, que sigue pagando entradas, alimenta con cada visita a un zoo o a un “safari” de cemento con  la maquinaria de la explotación.

Una deuda que no podemos seguir ignorando

La pregunta no es por qué los grandes simios no tienen derechos. La pregunta es: ¿Qué nos pasa como humanidad para seguir negándoselos?

No hay excusas. La ciencia lo ha demostrado, la ética lo exige y la conciencia lo grita: chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos son personas no humanas, miembros de nuestra propia familia evolutiva. Seguir explotándolos, relegándolos o callando ante su sufrimiento es una de las hipocresías más grandes de nuestra civilización.

El silencio cómplice de los Estados, de muchos conservacionistas, de la academia y de la sociedad en general es ya insoportable. Ha llegado el momento de romperlo. Porque callar ante la injusticia hacia nuestros hermanos evolutivos es condenarnos a vivir en una mentira. Y toda mentira, más tarde o más temprano, termina por caerse.

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