Zoos Humanos: la vergüenza olvidada
Hubo un tiempo –no tan lejano como muchos desearían creer– en que los seres humanos eran exhibidos en jaulas. No animales, no esculturas… sino personas. Hombres, mujeres, niños, arrancados de sus hogares, llevados a miles de kilómetros de sus tierras natales y colocados tras cercas como si fueran piezas exóticas en un museo viviente. Se les miraba con fascinación, con burla o con condescendencia. Se les llamaba “salvajes” y eran la diversión de las ciudades ilustradas de Europa.
Estos fueron los zoos humanos, una de las más vergonzosas expresiones del colonialismo europeo y de la deshumanización del otro. Una atrocidad normalizada que tuvo lugar en ciudades como París, Berlín, Hamburgo, Oslo, Bruselas, Londres, Milán, y también en España, en Madrid y en Barcelona, hasta mediados del siglo XX. En el Parque del Retiro de Madrid y en el Parque de la Ciudadela en Barcelona, se instalaron “aldeas indígenas” donde se recluía a personas traídas de África, Asia o América Latina, para que los europeos pudieran observarlos, fotografiarlos y estudiar sus "costumbres".
Eran presentados como ejemplos de atraso, como vestigios vivos de un pasado primitivo que debía ser domesticado. Los organizadores de estas exposiciones –entre ellos gobiernos, sociedades antropológicas e incluso zoológicos– justificaban su existencia como una actividad educativa y científica. Pero la realidad era otra: una humillación sistemática, una negación total de la dignidad humana, un crimen colectivo que millones de personas aceptaron, aplaudieron o simplemente ignoraron.
Uno de los casos más conocidos fue el de Ota Benga, un joven congolés que fue exhibido en el Zoológico del Bronx en Nueva York, junto con los monos. Pasó sus días observado como una rareza, hasta que finalmente, al no soportar más la vejación y el desprecio, se quitó la vida. Su historia, como la de miles de personas expuestas como trofeos coloniales, debería ser de estudio obligatorio en todas las escuelas del mundo.
Hoy, los zoos humanos han desaparecido de las plazas públicas, pero siguen existiendo bajo nuevas formas. El desprecio por la vida indígena no ha cesado. Continúa en la expulsión de pueblos originarios de sus tierras, en la destrucción de sus bosques sagrados por intereses económicos, en el silenciamiento de sus lenguas, en la muerte de sus líderes bajo gobiernos cómplices del extractivismo y la corrupción.
Las vitrinas han cambiado, pero el racismo estructural y la lógica del espectáculo colonial siguen vigentes. Hoy se exhibe al indígena como un personaje pintoresco en las ferias turísticas, se le utiliza como imagen exótica para campañas, pero se le niega el derecho a decidir sobre su tierra, su cuerpo y su cultura.
El mismo público que ayer pagaba una entrada para ver a un "caníbal" africano en el Retiro, hoy paga por espectáculos crueles como las corridas de toros, o por visitar zoos donde seres sintientes viven encerrados, lejos de su hábitat, condenados a la tristeza de la reclusión de por vida. Todo ello bajo el disfraz de cultura, tradición o educación. Nada más lejos de la verdad. Es entretenimiento fundado en el sufrimiento ajeno.
No podemos olvidar
Recordar los zoos humanos no es un ejercicio de culpabilidad estéril, sino de memoria necesaria. Es una advertencia: cuando la humanidad pierde el respeto por la dignidad del otro, cae en la barbarie, incluso envuelta en discursos de civilización.
Hoy, más que nunca, debemos levantar la voz por los que no pueden hacerlo. Por los pueblos indígenas que siguen siendo arrinconados, ignorados, eliminados. Por los niños que aún viven entre cercas en campos de refugiados. Por los animales que sufren el mismo destino de encierro y exhibición.
La dignidad no se exhibe. Se respeta. Se protege. Se honra. Que el eco de los zoos humanos resuene como una advertencia que no se debe silenciar jamás. Porque un mundo que olvida sus vergüenzas está condenado a repetirlas, y ya las está repitiendo.
Nota: El autor de este artículo ha escrito el prólogo del libro “Casas de fieras y zoológicos humanos” titulado “Jaulas vacías”, cuyo autor es Luis Miguel Domínguez, un defensor incansable de la vida silvestre y bien conocido en su lucha por la defensa del lobo.